jueves, 11 de junio de 2009

QE 2

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Uno de los recuerdos de la infancia y de la juventud que me producen más sentimientos encontradoses la llegada del Queen Elizabeth II al puerto. Ese día, en las tiendas, la actividad era la locura hecha modus laboral. Mi madre bajaba al puerto todavía más temprano si cabe. Ese día se montaba el gran “sarao” de nuestras vidas. Nacho y yo chapurreábamos inglés como podíamos y mis padres trabajaban a destajo. La llegada del QE2 siempre era un acontecimiento.

El barco, en sí mismo, era enorme. Un aparato demasido masivo. Un gigantesco hotel flotante. La estación marítima parecía de juguete al lado de semejante monstruo. Los turistas era una marabunta que salía a tiendas o a visitar la ciudad o se iban en autobús de excursión. Trabajábamos como locos durante muchas horas. Más de las que los pies podían aguantar. Comíamos bocadillos de calamares –el encargado de la intendencia solía ser yo – y la jornada se prolongaba hasta casi rozar el infinito. Finalmente, y cuando prácticamente uno estaba exhausto, los turistas se recogían, el barco hacía sonar su enorme sirena y se marchaba tal y como había venido. Muchas veces lo vi partir y desde mi humildad pensé que jamás podría hacer un crucero en un barco. Como ha cambiado el mundo y el tiempo: Los extranjeros parecían una raza aparte. Con un modus vivendi inalcanzable para nosotros.

Por otro lado, después de la partida había una mezcla extraña de rabia, soledad y cansancio. En general la sensación era satisfactoria. Buenas cajas para los negocios y sobre todo ese sentimiento extraño del deber cumplido.

Cuando el barco se marchaba y se separaba del muelle, yo solía entrar dentro de la propia estación. Desde la cristalera, donde tanta gente despidió a otra gente hacia suramérica yo contemplaba la escena. Allí, recortándose contra el sol, contra las cíes, el enorme barco parecía un mundo inalcanzable para nosotros. En la soledad de aquella enorme estación maritima -un sitio gigantesco que ya había terminado de cumplir su función hacía años- el niño que yo fuí recorria todas las cristaleras enormes donde el sol se colaba, amarillento, despidiendo el barco y la tarde. El el fondo, un día lo pensé desde mi razonamiento infantil, aquel barco no era sino un símbolo de poder. De riqueza inalcanzable para la mayoría. Y cuando eres niño, y encima eres pobre, esa sensación destila mucha rabia. Estoy seguro de haberme sentido extraordinariamente pequeño y extraordinariamente pobre en aquellos pasillos. El mundo no es un lugar equitativo. También lo pensé algunas veces.

Lo ví por última vez en 2004, sin atisbo de nostalgia alguna. Lo vi mientras yo navegaba por la ría, en un trayecto hacia cangas. Había madurado, es evidente. No me sentía mejor ni peor que cualquiera de sus turistas. "Un buque enorme, pensé". La sensación de masividad que destilaba el buque me sobrecogió como cuando tenía la mitad de la edad de aquel día. " Una de las pocas cosas que quedan iguales de cuando yo era un muchacho". Luego lo supe: aquel era su último viaje.

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