Recuerdo Ibiza y los Levantes. Y el recuerdo me asalta el alma. La culpa –sin quererlo- es de gente que me cuenta sobre viajes y estancias en tierras levantinas. El otro día zanganeaba sobre las fotos de hace cuatro años. Las repasaba. Mentalmente volvía a los sitios, a los lugares. Volví a la cala y a la puesta de sol. Ibiza supongo que tuvo su momento. Ahora ya no es el que le corresponde. El recuerdo magnifica las cosas y las hace demasiado perfectas.
Me hago mayor y eso se nota. Tiene un determinado peso. Pienso en Benirrás y en lo vivido. El diorama se echa de menos. Lo vivido es imposible, puesto que ya forma parte de uno mismo. El Mediterráneo es un espejo azul tan ansiado y necesario como fugaz.
Echo de menos las tardes, las puestas de sol. El color extraño y vívido de las cosas. El olor del aire. El olor de las piedras calientes por el sol. Las risas, las playas, los tambores en la playa de Benirrás los domingos por la tarde. La arena que no es arena.
¿Y qué más? Me pregunto. Ni idea, pienso. Lo decía el otro día y lo repito. Soy un barco varado. No sé que puedo o qué debo echar de menos. A fin de cuentas, soy un marinero. Un marinero que vive en una ciudad sin mar.
Ibiza asalta el alma. Pero no sé si la echo de menos. Probablemente ya no. Quizá es que ya ni siquiera echo de menos el mar. O quizá es que nunca estuve realmente allí. Al menos este que soy ahora nunca estuvo allí.