jueves, 22 de enero de 2009

Dioramas (IV)

Feliz año a todos los acólitos del blog... aunque sea con retraso.
Se ha presentado 2009 de pronto y me acabo de dar cuenta de que la década inicial de este siglo toca casi a su fin. El tiempo pasa como un tren. Rápido o lento, según se mire. Pensarlo asusta bastante.

Ultimamente no he tenido demasiado tiempo para escribir. Pido disculpas, pero es demasiado el trabajo en tódos los ámbitos -profesional y personal- que he tenido como para poder sentarme un rato a escribir.
En compensación, nuevamente inserto en el weblog parte de ese proyecto que estoy construyendo llamado "DIORAMAS". Esta vez el relato no es una inserción al completo, sobre todo debido a su extensión. En breve tendré lista la segunda parte. Si logro un rato de libertad para escribir..

En todo caso, vuelvo a animar a todos los que entren en el blog a dejar su comentario en la nueva dirección de correo

DIORAMAS (III)

MARINOS

La tormenta había dejado paso a un enorme claro sobre la ría. Las estrellas habían aparecido. En lo alto, la luna hacía esquina en el ventanal del apartamento. Era, pues, una luna sucia. El ventanal de aluminio que se abría sobre la estación marítima tenía la roña y la suciedad de muchos años y muchos inquilinos. Gente de toda clase y condición. “Siempre la porquería en todas partes-pensé.Era noche de escribir. Noche de Domingo. La televisión escupía resúmenes sobre estúpidos partidos de fútbol mientras la ciudad se preparaba para dormir. Mientras, al lado, tras la pared, el exagerado sonido de una radio indicaba que los vecinos estaban discutiendo. La mesa enfrentada al ventanal estaba plagada de papeles, y con ellos estaba la pluma, los folios blancos, la luz directa de una lámpara sobre la mesay el resto del combinado anestésico de una insulsa tarde de Domingo, donde el teléfono no había sonado, que se había sucedido solitaria e incómodamente tediosa mientras la lluvia del Atlántico bombardeaba sin piedad el cristal. Cortázar me devolvía una mirada plagada de nicotina desde el libro situado al borde de la mesa. Había contemplado los barcos, cargados de piedra, salir enfilando la bocana. También habían aparecido a primera hora de la tarde, los primeros titileos del faro de la isla. Febrero se ultrajaba en tardes de lluvia sin fin. Un atardecer de color cobre discurría como antesala de la noche. “Daría lo que fuera por un rato de compañía”. Los Domingos por la noche eran los días de escribir. El trabajo no empezaba hasta el Lunes, horario nocturno, por lo que disponía de veinticuatro horas libres que eran incluso difíciles de digerir. Siempre había la posibilidad de tomarse una copa en algún club solitario de la ciudad, pero era una perspectiva tan sombría y depresiva que pocas veces la llevaba a cabo. Había redescubierto que escribir era relajante.

Salí de casa con la imagen de Cortázar en la cabeza, haciendo volutas de humo sobre folios inmensos. La calle estaba empapada, pero las estrellas seguían dando brillo allá en lo alto, en medio de las nubes hechas jirones de algodón. Pasé al lado de la consignataria Durán, que ofrecía viajes a lugares exóticos llenos de color y sonrisas plastificadas. Contemplé una de esas risas ñoñas y mojadas a través del escaparate. Hice una mueca y me acomodé dentro del abrigo de marinero. La calle estaba desierta. El restaurante del Hotel Bahía parecía un desierto de manteles blancos. Desde el escaparate parecía un lugar sin sentido. Un camarero esperaba a que terminase turno, enfundado en su smoking blanco, bostezando estrepitosamente. La luz de amarilla de las bombillas le hacía parecer más viejo todavía.

Decidí salir sin rumbo. Buscaba algo que contar o simplemente matar unas horas que no me servirían de gran cosa. No aguantaba la soledad. Prefería el ruido de mis zapatos sobre las aceras mojadas que el sonido de la calefacción del apartamento, o el ruido de las discusiones y las fornicaciones que la pared me traía siempre. Estaba cansado, que demonio, de encontrarme con todo el mundo a través de la pared. Odette era la anestesia de este tipo de días. Aparecía por casa, con su carita de niña buena y sus muslos opulentos, sus pies de infancia sobre la alfombra, sus ojos tímidos de niña. Pero Odette y yo habíamos decidido distanciarnos. Realmente el que había tomado aquella decisión era yo. Odette tenía casi doce años menos. Era una niña, desde mi punto de vista. Una niña de veinticinco años, lasciva, con cara de niña mimosa de apenas veinte. Una Naomi Campbell joven, recién salida de la casita de papá y mamá, lista para buscar las aventuras que el mundo ofrecía. Me sentía solo. Por dentro tenía la extraña sensación de que me habían dado una paliza emocional. Afuera los coches se movían por todas partes, eran puntos de luz que se movían a la velocidad del rayo, pasaban a mi lado y me salpicaban. No me importaba en absoluto.

“Odette no ha llamado” –pensé. Y al hacerlo fríamente sentí un poco de miedo. Miedo a no significar nada.

“Puñetera Cría”

Crucé la alameda, en dirección al puerto deportivo y el club nautico. Los coches quedaron atrás, envueltos en las primeras gotas de una nueva lluvia. Sentí mis pasos sobre la gravilla. Me gustó aquella sensación y el sonido de las finas gotas sobre las piedras.

Empecé a recorrer el muelle sobre el que se extendían los pantalanes. Me gustaban los barcos. Concretamente los veleros. De niño había pasado días enteros mirando los remolcadores, los cargueros y los cableros. Pero en el fondo lo que me gustaba era la sensación de serenidad que transmitían los barcos de vela. Yo no servía para navegar, lo tenía claro, pero me gustaba contemplar una y otra vez la llegada de los barcos a puerto. En días como aquel, la afluencia al club náutico era mínima, por no decir inexistente. Entonces me perdía contemplando las embarcaciones, que asemejaban ingrávidas sobre una materia oscura que era el agua del puerto. Contemplando el paraje los pensamientos parecían fluir.

-“Dónde se habrá metido Odette”

Encendí un cigarrillo que estaba seguro de que me iba a sentar como un disparo en el pecho. El sabor del mentolado corrió libre por los pulmones. El sol ya se había puesto. Era cuestión de minutos que el tipo de seguridad viniese a echarme fuera. Las últimas parejas habían salido después de darse el lote junto a la baliza roja de la entrada. El cartel de “Velocidad máxima: 2 nudos” empezaba a deshacerse ante la falta de luz. Las dos balizas iluminaban sincrónicamente a intervalos la entrada al muelle. Las olas rompían despacio en el malecón. El club náutico encendió las luces y me quedé absorto contemplando la estructura del edificio, que asemejaba la forma de un barco. Yo no era un marino. Sólo era un pobre náufrago en una tierra demasiado pendiente de si misma como para mirar al mar. Las luces del pueblo de Cangas empezaron a mostrarse lentamente amarillentas. La ría era un espectáculo divino, pese a la falta de luz. La noche ganaba espacio una y otra vez. Me encontré solo ante un espectáculo corriente y vulgar. Cada día desde el apartamento contemplaba un puesta de sol semejante y una llegada del crepúsculo exactamente igual. Estaba demasiado acostumbrado a ello. Pero seguía teniendo el mismo efecto narcótico sobre mis inquietudes. Contemplar el mar es algo divino cuando te sobra el tiempo. Odette fluía entre las ondas una y otra vez como un pensamiento maldito. Ondas y más ondas en el malecón. Un eterno fluir. Ahora despacio, ahora más fuerte. Mientras, la luz de las balizas ganaba espacio en el escenario según se alejaba el día y ganaba espacio la noche. Odette estaba ida, desaparecida. El domingo era un día vacío sin ella. No quería llamarla, sin embargo necesitaba que ella me llamase, que estuviese pendiente de mi. En el fondo yo era un egoísta emocional. Lo más sencillo era mandar todo a paseo, pero desde que Odette había entrado en mi vida, sentí que me había dado la vuelta a todo. El apartamento era nuestro escondrijo del mundo. Contemplábamos durante horas el trasiego de barcos, olvidándolo todo, y contando las veces que el transbordador llegaba a Moaña o a Cangas. Bebíamos oporto y nos refugiábamos del frío del invierno dentro de alguna de las pesadas mantas mientras discurría la tarde. Si llovía, retozábamos dentro de aquella envoltura durante horas y horas. Si el día era mejor, contemplábamos la ría durante un rato después de comer y salíamos a pasear, con el coche o andando. Un día me sorprendí a mi mismo deseando demasiado la compañía de Odette. Fue justamente el día que decidí alejarme de ella. No podía negar la evidencia: la echaba de menos.

“Febrero se acaba-pensé- y en breve estará aquí la primavera. Me iré de viaje a algún sitio en donde haga calor y los dioramas tengan mil colores. Me olvidaré de la lluvia, de la puta factoría y de la ciudad. Como los carteles de la agencia de viajes. Un lugar lleno de luz. También me olvidaré de Odette y todo será mejor así”

Aspiré una fuerte calada al mentolado. El humo salió en dirección al Xaxán. El viento lo trajo de vuelta.

“Maldita cría”

Estaba absorto en mis pensamientos cuando algo me sorprendió. Al fondo del pantalán principal observé una escena curiosa. Un tipo de la seguridad del club náutico intentaba infructuosamente ayudar a atracar un velero de doce metros. El hombre que estaba a la caña me pareció gigantesco, moviendo a grandes volantazos el timón de la nave. La embarcación se había atravesado cruelmente en medio de la maniobra. La popa se estaba yendo al garete y el pobre tipo de seguridad, que estoy por apostar que no había ayudado a atracar un barco en su vida, intentaba acercarla tirando de bichero. Sin embargo, el patrón al timón movia la rueda una y otra vez de una manera ostensible intentando compensar con su pericia parte de la torpeza del otro. Pero algo no funcionaba bien en todo aquello. Me sorprendí a mi mismo ofreciendo mi ayuda. El tipo del timón no lo dudó ni un solo instante, ante la estupefacción del otro, que seguía tirando con más pena que gloria del bichero, (el cual corría un riesgo cada vez mayor de acabar en el fondo del agua gracias al precario equilibrio y poca pericia del que lo sujetaba.). Salté desde la parte superior del pantalán a una embarcación contigua, un pedazo de chatarra flotante oxidada que casi me cuesta un buen resbalón y acabar con mi cuerpo en medio de la basura flotante del muelle. Desde de la popa del otro barco el que iba al timón me largó otro bichero. Compensando y haciendo par de fuerzas, al tiempo que con algún pequeño milagro, y con la banda sonora de las imprecaciones del tipo del timón mentando a la madre de un tal Ismael, logramos poner la popa recta, y abarloar el barco, mientras el motor de maniobra del velero sonaba extraordinariamente ronco y húmedo. La madre del tal Ismael dejó de ser mentada y el velero entró despacio a su lugar de atraque, en medio de un gigantesco yate y el pedazo de chatarra en el que yo me había subido. El tipo del timón respiró aliviado y se dejó caer de culo en la bañera en cuanto apagó el motor. La escena no dejaba de resultar jocosa. Aquel tipo cercano a los dos metros de altura, literalmente abierto de patas junto a la caña, sudando copiosamente.





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