miércoles, 18 de junio de 2008

Terrores míos de Cada Día

Probablemente ni mi madre, ni mi padre y menos aún mi hermano me creyeron cuando lo sufría. No cabe reproche. Por aquel entonces no puedo decir que yo fuese muy comunicador. Ni pretendía serlo. Probablemente porque en cierto test psicológico que me hicieron rondando los 13 años, alguien decidió que yo no era demasiado inteligente. Probablemente ese alguien, que simplemente cumplía la función de evaluación de determinado tipo de pruebas, no era consciente de todas las circunstancias que rodeaban al elemento de su evaluación. En este caso, yo mismo.

Parafraseando célebremente a Ortega y Gasset: uno es uno mismo y sus circunstancias. El señor del test, supongo que ni lo sabía o ni le importó. Y eso es lo que sucedía durante ese lapso de tiempo en mi vida. Que a nadie le importaban las circunstancias que me rodeaban. Y no solo a mí, si no a unos cuantos que vivieron la misma situación que yo. Los hijos de la mala suerte.

Lo dije una vez no hace mucho tiempo: desde los diez hasta los trece años no recuerdo un solo día en mi vida que fuese feliz, o meridianamente feliz. Ni uno. Yo era un tipo gordo, gracias a Santamaría de la Cortisona –madre del asma y del pulmón; ruega por nosotros, pecadores- que se sintió maltratado psíquica y físicamente por parte de los profesores y sobre todo de los compañeros de su clase. Niños obesos del mundo: ser gordo es un delito. Un completo asesinato de las buenas formas y las buenas maneras.

Súmenle los dientes torcidos, un carácter introvertido, un total desapego por las tendencias más horteras del alma –inclúyanse esnifar pegamento, fumar, y mirar tías tal y como su madre las trajo al mundo- y tendrán ustedes una aproximación a lo que era un seguro calvario. Si eres diferente –o simplemente inadaptado a las circustancias, que tampoco hay por qué colgarse el cartel de “especiales”- en un colegio como era en aquella época los Salesianos, eras un paria. Carne de cañón.

La tortura empezaba pronto, a eso de las nueve de la mañana. Llegabas y enseguida el simpático de turno te empezaba a hacer la vida imposible. Bien fuese mojándote los zapatos en una ducha, bien plantándole fuego a tus pantalones, revolcando tus apuntes en mierda (entiéndase mierda como deposición humana), pinchándote otra y otra vez con un compás en la espalda hasta embadurnar tu camisa en pequeños orificios sanguinolientos, tirarte fibra de vidrio en la espalda, escupiéndote a las primeras de cambio, robándote cosas. Todo ello con la anuencia y el silencio cómplice de los “educadores” responsables. Y pongo entre comillas lo de educadores, porque las circunstancias no eran las más favorables para encontrar refugio entre ellos. Nadie se preocupaba por nosotros. Los días eran monstruosamente largos, terriblemente anodinos y terribles. Tan solo había el debido respeto por una parte, la nuestra –la mía- y la falta de dedicación y apoyo por la suya. Recuerdo que por aquel entonces nos vendían muy bien la moto. Mis padres pagaban 485 pts por mi plaza en un centro totalmente concertado. La dirección del centro decía que lo que daban por alumno no cubría los gastos. La pregunta que me hago es si la inspección de educación sabía de esos tejemanejes y si eran en forma alguna legal. Decían que los que no estudiábamos, (no recuerdo un profesor, ni uno, que realmente se preocupase de por qué un porcentaje realmente alto de la clase estábamos perdidos en la mayoría de las materias) éramos algun tipo de ladrón: realmente estábamos robando plazas al centro para “niños que sí lo merecían”. Pandilla de sinvergüenzas. Atajo de cobardes. Mangantes de fondos estatales: Alguien debía decirles a esa gentuza vestida de educadores que la educación es un derecho fundamental y que encima el estado les estaba pagando para ello. Que buenos son los padres Salesianos, que buenos son, que nos llevan de excursión.

La anuencia dentro del centro a la violencia y al maltrato por parte de los compañeros por parte de los responsables del mismo, al día de hoy, rayaría lo delictivo. Por aquel entonces, el silencio era la única respuesta. Ante la amenaza: silencio. Ante el maltrato: silencio. Ante la calumnia, la injuria, el despotismo la respuesta era siempre la misma: ese condenado silencio. O el hipócrita “son cosas de muchachos”. Curioso: la primera navaja que me intentaron clavar en mi vida me la mostró un compañero de clase, con un sugerente “te voy a dar un moje en las cachas en cuanto te pille”. Y doy fe que lo único que se interpuso entre su navaja y yo fue la habilidad de escaparme por los pasillos antes de tiempo.

Ahora, con muchos años encima, lo veo de forma diferente. Y es que las circunstancias han cambiado considerablemente. Ahora a eso se le denomina con un anglicismo llamado “Bulling” y encima está penado por ley. Hoy en día la educación pública ya no es un caballo de batalla feo y patético. Es la verdadera sostenedora de la igualdad.

También supongo que mis maltratadotes han envejecido y han crecido. Los unos, si ahora mismo leyesen este blog, jamás pensarían que aquel tipo al que tantas veces humillaron sería hoy en día el que es. Ni tendría tampoco tan vívidos los recuerdos. Es cierto: los niños son crueles. Los adolescentes lo son más. Mis “educadores” también perviven en mi recuerdo. Son algo que tengo demasiado presente. Fueron los mismos que me tildaron de tonto en cierto test. Para ellos guardaré eternamente mi desprecio. Tuve grandes profesores en mi vida. Pero ninguno de ellos puede entrar en esa categoría. (Que triste que un maestro sea recordado de esta manera, cuando generalmente siempre sucede de modo contrario)

El mismo desprecio que me producen los tontos de baba y los iletrados.

Dentro de cada uno de nosotros vive un niño. El mío es un niño maltratado por un silencio cómplice dentro de un colegio Salesiano. Y hoy, por haber escrito estas letras de denuncia, sonríe un poco más feliz. Al menos el silencio se ha roto para siempre. De nada.

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