Volaba de vuelta. En el avión me tomé un vino barato y con la presión el alcohol hizo estragos. Me dormí a la altura de Boston y desperté pasado Edimburgo. Cuando aterrizamos en Frankfurt, me percaté de que algo raro estaba pasando. Había demasiados controles, demasiada gente armada. Luego lo supe, al llegar a casa. Habían atacado el WTC. Yo había estado allí hacía muy pocas horas, contemplando la puesta de sol reflejada en sus cristales, justo en la zona trasera de Manhattan sur. Desde el Soho las torres brillaban en colores rojizos.
Nunca una barbarie pudo justificar tan bien otra barbarie mayor. Meses después llegarían las imáganes de los B52 bombardeando Afganistan, las incursiones armadas, los talibanes, los misiles, los scud, la guerra de Irak. Todo en aras de algo que nadie entiende.
En mi interior recuerdo las tardes en Manhattan los días previos al ataque. La calle 18, el Soho, Park Avenue, la banda sonora mental de Simon y Garfuinkel. Nada es como era, me dicen quienes han visitado New York ultimamente. Entonces me consideraré privilegiado. Soy uno de los pocos que recuerdan Nueva York antes del ataque. Como un turista de Pearl Harbour que se hubiese despedido antes de la primera bomba.
No vi ni la muerte ni el horror, pero sentí su aliento cerca. Raro es el día que no recuerdo la llegada a casa y veo los aviones estrellarse. La sensación de horrorosa irrealidad, la sensación de sentir la fragilidad de la vida y lo enventual de la misma. Por toda la gente que falleció por este ataque, y por todos los que justificandose en él fueron asesinados, hoy escribo estas palabras. Y en el interior, el alma, me guarda un profundo silencio.
Entonces lo entendí: yo era un afortunado.
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