He adquirido una extraña -o quizá no tanto- costumbre cuando vuelvo a casa de noche desde el trabajo. Detengo el coche un rato, no mucho, acaso diez minutos al lado de casa, junto a los árboles, donde las faloras de las calles quedan resguardadas por los árboles del monte cercano. Y me dedico a ver las estrellas desde allí. En estos días que han venido calurosos, como promesa firme de un verano adelantado, reconozco que es un placer. Un placer de diez minutos, no más. Pero como todo placer, debe de ser breve y organizado. Salgo del coche, me pongo al lado del capó y durante un momento miro hacia arriba y me relajo brevemente.
El hombre que hace eso de vez en cuando, cuando sale del centro de datos, recuerda durante esos diez minutos que un día quiso ser poeta. Que de vez en cuando salía de noche simplemente por el placer de pasar unos instantes consigo mismo. Cosas de la juventud, me digo. Inconsciencia empujada por el placer, extraño, de vivir. A poco que toco dentro me encuentro de nuevo. Ahí estoy, el que fuí, de nuevo dando vueltas en el interior. Renovado. Viejo y nuevo a la vez.
Pero me doy cuenta de que el sueño se ha ido; de que el niño ha crecido. Ese joven que murió y que quería ser poeta ya no existe. Se lo llevó la vida en una ola de Tsunami de realidad. Ya no quedan poetas. Y eso no deja de ser una putada.
Hoy me vino torturando una canción. El amigo Enrique Bunbury sonaba a través de la radio. Salgo cumpliendo el ritual de los diez minutos y Bunbury me acompaña mientras un cielo cuajado de estrellas domina mi momento. Es una pena que no fume, porque sin duda alguna sería el momento del cigarrillo del cinemascope de la infancia. El momento de la voluta de humo volando y haciendo dibujos. La soledad de una noche de primavera, con un cielo enmarañado de estrellas. Se quedan atrás los temas de trabajo, los casos, los subcasos, y esas cosas complicadas. Vuelo libre. Respiro. Aire que entra y destroza el interior. Paz. Un instante.
Resuena de nuevo la canción. Como una maldición me recuerda partes de mi "No sé distinguir entre besos y raíces no sé distinguir lo complicado de lo simple" Resuena dentro. ¿ Es a mi?, me digo. "Soy yo". Esa frase en el fondo podría ser mía. Pero me doy cuenta de que el sueño se ha ido de que el niño ha crecido. Ese joven que murió y que quería ser poeta ya no existe. Se lo llevó la vida en una ola de Tsunami de realidad. Ya no quedan poetas. Y eso no deja de ser una putada Murieron de hambre en la cola del INEM. Los poetas no merecen subvenciones.
Mis diez minutos se tornan en frustración y sabiduría. Jóvenes que fuimos un día llenos de luz. Aparentamos cascarones vacíos por la realidad de la vida, una realidad demasiado dolorosa. Letras que pagar, obligaciones que contraer, madurez a espuertas dentro de uno y obligaciones aprendidas y heredadas. Es cierto con la edad nos hacemos viejos y sabios. Nos volvemos, como me sigue diciendo Bunbury y secuaces, más sinceros. Consuelo escaso pero real sobre la vida que ahora mismo nos acompaña.
"
Ya somos más viejos y sinceros y que más da
si miramos la laguna como llaman a la eternidad
Mis diez minutos tocan a su fin. Se acaban. Pero percibo que en el fondo todos somos lo que fuimos. Y que como dice la canción, todo arde si le aplicas la chispa adecuada. Que los que somos ahora mismo son parte de lo que fuimos, aunque permanezcamos mutados en un aspecto posterior más aburrido y previsible. Que fuimos amantes, poetas, enamorados de la vida, idealistas, apasionados, aventureros, anarquistas, soñadores. Y que todo ese bagaje está dentro de uno, como si fuese una hoguera esperando a ser prendida. O como el rescoldo de algo que ardió y nos dejó su aroma de ceniza fuerte y embriagadora. En esencia, todo arde y deja su rastro como el fuego en la hierba. En esencia somos lo que fuimos. Su rastro está ahí a poco que le otorguemos diez minutos cada día para salir a la luz
1 comentarios:
Muchas gracias Fran, por deleitarnos nuevamente con tus palabras, tan profundas, tan sinceras, tan bien hiladas... Bravo.
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