Tras las gafas de sol escondí un poco mi emoción. Tardé, pero cumplí. Cumplí con lo prometido. Allí estaba, delante de mi. No es grande precisamente, ni precisamente destaca sobre el resto. Pero su mármol blanco, sus almenas estriadas, su patio largo hacia el Tejo, sus balconadas cuasi barrocas la hacía prevalecer sobre el entorno. Había vuelto. Cumplí con lo prometido.
Volví dieciocho años más tarde. Con el doble de la edad que tenía cuando fuí a verla por primera vez. Y era de lo poco que sigue exactamente igual que cuando contemplé Lisboa por primera vez. En dieciocho años me ha cambiado la vida tanto y tantas veces que apenas puedo decir que sepa realmente qué pensé cuando la contemplé con los dieciocho años pululando entre las venas. Quizá lo que pienso ahora: que es una obra de arte hermosa. Y que el tiempo pasa por ella mejor que por mí.
Cuando tenía dieciocho años prometí que volvería a Lisboa con el amor de mi vida. De aquella, pensé que el amor tendría otro nombre y otros apellidos. Pero qué mas da si lo importante es que volví con quien debía. Volví dieciocho años más tarde. Volví más viejo, más cansado pero hecho un hombre. La promesa que le hice a aquella torre, fue cumplida. Como cuando los navegantes portugueses lo hacian al salir a navegar al nuevo mundo y volvían a casa. En Lisboa, hace unos días yo me sentía así. Como un navegante que vuelve a casa. Con los ojos empañados, un poco solamente. Ire sacaba fotos y disfrutaba de la tarde. Y yo me sentí el hombre más dichoso del mundo, con los deberes hechos. Bien por Belem. Y bien por mi.